LA MOLIENDA
LA MOLIENDA
(… condensado de viviendo como Agrónomo)
Víctor Boanerges Chinchilla Lucero
Perito Agrónomo
Promoción ITA-ENCA 74-76
No. antigüedad: 2979-1002
Ser invitado a una molienda y participar en ella ya fuera
ayudando a meter leña y bagazo, daba derecho a enmielar un ayote o bien hacer
una melcocha. Así era la molienda de esos tiempos.
En el siglo pasado por allá en los años sesenta, al
finalizar esa década todavía existían las moliendas en mi pueblo, con sus
trapiches movidos por yuntas de bueyes.
No sé cuántos hayan experimentado esa sensación de estar
allí donde el rústico instrumento hacia crujir las cañas cuando estas pasaban
en medio de los cilindros, entregando hasta la última gota de su jugo dulce
conocido como guarapo. A quienes lo experimentaron les traigo a la memoria esta
estampa y a quienes no pues allí les va la misma para que se actualicen.
La época del molido de caña empezaba al finalizar la
estación lluviosa y los vientos frescos del norte se mecían por los campos
llenos de flores amarillas y maizales. Pero también los cañales estaban listos
para corte y molienda, y obtener la panela para venderla y disponer de centavos
para los estrenos y gastos del fin año. Coincidían para la molienda varios
aspectos: la entrada del verano, la cosecha de maíz, la cosecha de ayotes y las
noches acompañadas de hermosas lunas.
Estar como invitado en una molienda era un privilegio, porque se podía
compartir con los señores grandes y de otros tiempos: guarapo, miel de caña,
hacer melcochas, enmielar un ayote y pasarla bien con amigos que llegaban para
apoyar una perolada y para compartir charlas de política, mujeres, cultivos y
cantar al compás de alguna guitarra hasta ver los amaneceres con una taza de
café.
La
escena dentro de la molienda era más o menos la siguiente: Un perol sentado en
una especie de caldera era fogoneado con leña y con bagazo de caña. Un trapiche
movido por bueyes que haciendo giros movía los ruidosos rodillos del trapiche y
un encargado metía caña tras caña cuyo jugo o guarapo se escurría por un canal
hasta caer en el perol, donde el calor lo hacía hervir.
Otro encargado movía permanentemente el caldo hirviente,
usando un tol perforado y atado a una vara fuerte lo suficientemente larga para
mantener al operario alejado de una contingencia. Esta tarea era clave para que
por ratos el caldo no se saliera del perol cuando hervía y quería tumbarse o
salirse a borbotones.
La tarea del molido de la caña no tenía limite durante la etapa de zafra hasta
que el cañal se terminara, y era frecuente que se obtuvieran dos peroladas por
jornada, por lo que faenar en esas condiciones era cansado pero esperanzador.
Por lo general era frecuente que el molido empezara a las dos o tres de la
madrugada y que amaneciera con el caldo a todo dar. Se disponía de dos peroles,
dos yuntas de bueyes y canoas para depositar la batida, así como de unos
maderos con agujeros circulares donde se depositaba el producto cristalizado ya
fraguado y así se formarán las panelas semiredondas o cubicas según el gusto.
El perolero se esmeraba y de a poco iba sacando la cachaza que era una espuma o
desperdicio que flotaba entre el caldo caliente y lo iba depositando en otro
perolito auxilar. Y debido a esa limpieza constante se obtenía un dulce canche
o más claro y si no se sacaba esa cachaza salía un dulce más moreno.
Mientras el peroleado continuaba incesante, uno podía
escuchar historias diversas sobre temas inquietantes que describían aventuras
de tiempos idos relacionados con el cultivo de la caña, la producción y venta
de la panela y en especial de los aventureros del amor que nunca faltaban en
esos sitios. Uno podía divertirse y
aprender de esas artes y darle continuidad en la imaginación y revivir las
aventuras de los viejos cañeros, peroleros y paneleros.
Se decía que mientras durara la zafra, el peroleador no debía
bañarse para no padecer de reuma.
Tampoco unirse con mujer ni tomar licores porque se alteraba el pulso y el
caldo no daba punto por tener inquieto el espíritu. Solo se le permitía tomar guarapo para
reponer las energías y descansar unas tres horas entre turno y turno.
El perolero contaba sus historias y paciente pero seguro trabajaba como si
remara en un mar caliente e iba calculando cuando la mezcla llegaba a un punto
y entre todos los hombres participantes volteaban el perol y su contenido caía
en la canoa limpia previamente preparada y allí se le dejaba reposar.
Seguidamente con un batido suave usando paletas de madera, enfriaba y terminaba
de dar punto. A continuación, se llenaban las cazuelas de madera donde
finalmente enfriaba y se formaban las panelas que luego se sacaban para formar
atados de dulce y hacer pencas con el mismo bagazo y enviarlo a la venta al mercado
de la Terminal de Buses de la zona 4 de Guatemala, especialmente a los
depósitos de dulce localizados arriba de la línea del tren ya en la zona 8.
Dos eventos importantes inolvidables de la molienda. Uno:
mientras el caldo estaba en el perol y con permiso del dueño los invitados de
esa perolada preparaban un ayote de cáscara gruesa no solo perforándolo hasta
las entrañas si no también enrejándolo con pita para que no solo se cociera en
forma segura sino también para que le entrara la miel mientras flotaba seguro
dentro del caldo evitando que se salieran las semillas.
Estos ayotes se ataban desde un lazo fuerte amarrados a estacas y podía vérselos
flotando, mientras el caldo hervía sin misericordia. Luego de dos a tres horas
de cocimiento se sacaban y dejaban enfriar para luego removerles el interior o
escarolearlos como se decía por allí y aflojar la carnaza y volverlo a meter al
perol. Finalmente, una hora después el ayote estaba listo. Esas conservas de
ayote siguen siendo una delicia pues es una carnaza azucarada que podía tardar
mucho tiempo para irse consumiendo poco a poco con los invitados.
El otro premio de asistir a una molienda era hacer
melcochas. Se tomaba una caña y se embadurnaba de miel cuajada cuando la
perolada era depositada en una canoa. Poco a poco se desprendía la miel y con
las manos húmedas y aguantando lo duro y tupido por lo caliente, se majaba
fuertemente hasta que en un momento determinado esa melcocha se cuajaba en las
manos dándole forma a uno de los dulces más exquisitos que localmente se podía
hacer. Este proceso requería de paciencia, experiencia y fuerza en las manos,
así como de aguante para soportar el calor de la melcocha al momento de desprenderla
de la caña.
Esto ya casi se perdió, puesto que hoy día las pocas
moliendas usan motores diésel para mover los trapiches y queman llantas para
calentar el caldo y eso le quita calidad al producto.
Quizá les recuerde algo o les reviva otra experiencia,
pero de patojo la mía fue esa en mi recordado terruño.
Donde quiera que estén les deseo salud y vida.
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